Editorial por Dr. Fortunato Mallimaci en "Tiempo Argentino"

LA IGLESIA Y LA DICTADURA MILITAR

Acerca de la violencia y lo sagrado

Publicado el 19 de Mayo de 2011
El concepto de ‘guerra santa o justa’ legitimaba el asesinato, la tortura, la ‘recuperación’ de hijos de ‘subversivos’. La legitimación católica, sagrada a estos exterminios, quitaba culpa a los ejecutores.



Estos días se mencionó –una vez más– el conocimiento que tiene el actual cardenal de Buenos Aires sobre lo sucedido durante la dictadura, en particular sobre el robo de bebés. Su actuación como superior de la orden de los jesuitas en esos años le permitió tener un conocimiento amplio y directo de lo que sucedía. Conocía el mundo de las FF AA, pues uno de sus objetivos personales era “evangelizar a los centuriones”, ya que se suponía iban a hacerse cargo por largas décadas de los gobiernos en América Latina. Es fundamental que declare todo lo que conoce y que presente a la justicia los archivos institucionales completos de la Compañía de Jesús de esos años. Y no estaría mal que se eliminen este y otros privilegios a las autoridades eclesiásticas.
El caso hay que verlo en un horizonte de sentido más amplio. Recordemos que –hoy, como ayer y como hace miles de años– hay múltiples memorias que se disputan conflictivamente el pasado del mundo cristiano. En los testimonios de la CONADEP y en los juicios de lesa humanidad encontramos a un grupo de víctimas que se manifestaba católico –como la mayoría de la población– y afirmaba que su acción social, política, cultural o político-militar provenía de una ética católica que los había llevado a la acción solidaria con los pobres. Esa ética había sido socializada en parroquias y pastorales del movimiento católico fruto de la renovación y efervescencia de esos años. Esa memoria católica exige que no haya impunidad, sino verdad, justicia y condena a los responsables.
Del mismo modo, los miembros de la Junta Militar o los grupos de tareas invocan –entre otros– a Dios y recomendaciones de sacerdotes para explicar esa “guerra contra el comunismo, contra la subversión”. Sus familiares, defensores y el Círculo Militar piden “una memoria completa de lo ocurrido durante la agresión subversiva”.
Sería fácil utilizar categorías binarias: decir que unos católicos eran progresistas y otros reaccionarios; unos liberadores y otros opresores. El tema es mucho más profundo dado que lo religioso, lo político y lo social tienen vínculos amplios y diversos imposibles de ignorar. Más que separar hay que recordar las complejas intersecciones entre esos espacios y las continuidades de lo cristiano-católico en el proceso histórico hasta hoy.
El concepto de “guerra santa o justa” legitimaba el asesinato, la tortura, la “recuperación” de hijos de “subversivos”. La legitimación católica, sagrada a estos exterminios, quitaba culpa a los ejecutores, aliviaba la responsabilidad, justificaba la violencia para expurgar “los pecados de la sociedad”. El asesinato masivo de “subversivos” agradaba a Dios y abría las puertas del cielo. Muchos militares “confesaron”, mejor dicho, declararon en los juicios abiertos (otra vez se pasa de un registro religioso a otro de derecho) que no les era sencillo cumplir las órdenes de exterminio y pedían a algún sacerdote que los “bendijera” en esa misión “justa y santa”. El religioso cumplía aquí el rol fundamental de autoridad sagrada por el vínculo personal con los victimarios. Pero su “misión salvífica” no se acaba allí, también denunciaba. Los archivos de la DIPBA muestran informes de esos sacerdotes contra otros que asumían posturas sociales y políticas públicas contra la complicidad estatal-católica.
En la revista Puentes de la CPM se publicaron numerosos testimonios: “En el Pozo de Arana se vio al padre Luis Astolfi, capellán del Regimiento 7. El sacerdote Aldo Vara visitaba el centro clandestino de Bahía Blanca. En el campo de Guerrero vieron al vicario José Medina, que fue obispo de Jujuy. Federico Gogalá de la diócesis de San Miguel visitaba a embarazadas en Campo de Mayo. Quienes estuvieron en Caseros recuerdan a los padres Silva y Cacabelos, que ejercían la tortura psicológica, igual que Von Wernich. Y las ex presas de Devoto escucharon a Hugo Bellavigna, a quien bautizaron ‘“San Fachón” decir “primero soy penitenciario, segundo capellán y tercero sacerdote”. Otras denuncias recaen sobre el ex nuncio Pío Laghi por su paso por Tucumán. El propio monseñor Plaza fue visto en centros clandestinos.
Cuando la violencia recurre a lo sagrado y viceversa debemos ser precisos en la comprensión y unánimes en el rechazo. Y eso debe estar presente en el recorrido legal e histórico que hagamos. Los juicios de lesa humanidad, rehacer memorias desde las víctimas y la construcción histórica plural de los contextos sociales, simbólicos y religiosos constituyen tres modalidades diferentes de relacionarnos con nuestro pasado, donde cada una posee su propia racionalidad. Estas tres dimensiones no están separadas sino que coexisten, se disputan y se deslegitiman mutuamente para presentarse cada una de ellas como “la verdadera y única”.
A lo largo de la historia los actores se volcaron de lleno a marcar fronteras simbólicas que dieran sentido a identidades construidas sobre la propia trayectoria. Esto exigió un activo “trabajo de memoria” en pos de la construcción de un linaje para reinventar la “memoria autorizada”, fundada también en una tradición construida, en el compromiso personal asumido con una comunidad concreta o simbólica. La memoria no es sólo el pasado ni la utopía sólo del futuro. “Luchar por la memoria” no es simplemente rehacer un pasado sino disputar el control de los imaginarios sociales. Poner en juego la dupla memoria-utopía, pasado-esperanzas colectivas, que se retroalimentan y completan. En un momento de la historia donde pareciera que se vive un presente continuo y urgente, sin lazos sociales con el ayer ni el mañana, se hace urgente la disputa simbólica de la organización y el dominio del tiempo colectivo. La memoria es un horizonte político, un horizonte de conflicto y un horizonte utópico.
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